De: El cielo roto de Shanghái (Bartleby, 2022)

Lo que te hace vulnerable


abrazar la palabra hogar

en cualquier hueco del mundo,
estrechar dentro de ti a multitud

de cuerpos que se aman.


Rumiar
cólera y paz

a un mismo tiempo.

 

 

 

 

Padre

 

La prudencia fue una lección aprendida
de las manos de mi padre;
rojas y firmes, adornadas con surcos
desde donde no se intuyen los pliegues del corazón.


Nace la vastedad de piel
trabajando la orilla de la vida,
las tinajas de arcilla, los árboles cítricos,
el mimo aplicado a un pedazo de tierra.


Luego será esperar el crecer de las horas,
escuchar las señales que dejan
al comunicarse los pájaros en el aire.


El sol abona el tacto erguido en las manos
y en cada arruga se levanta un testimonio al tiempo,
arqueología desde donde aprender de la paciencia y de la historia.


Me parece que él
podía hablar del amor sin apenas nombrarlo.

 

 

 

Habitación sin vistas


Solo el espacio que nos rodea y este cuerpo blando
en mitad de una habitación, observando las cicatrices

que revelan las esquinas, los puntos débiles,
allí donde la carne se hunde más fácilmente;
sopesando tanto cómo poder hablar

cómo decir, cómo salir ahí afuera.


Calculo la distancia que separa
mis pies del techo, y luego las paredes
—tanta luz blanca—, por qué el miedo
a aguardar la llegada de qué cosas, por qué
lo difícil de nombrarme, trasladar, decir,
si es este espacio que habito más que conocido,
donde amanezco la mayor parte de las horas.


Y, sin embargo, aquí estamos yo

y estas paredes blancas y esta luz
más que calmada, cada día, y mi cuerpo

como dos grandes desconocidos que no saben

cómo presentarse por primera vez.